EL PRIVILEGIO DEL ARTE Y LA CONDENA DEL NARCO: SEPARAR LA OBRA DEL AUTOR (O DEL DUEÑO)

Martín Mesa Echavarría
10 min readJul 5, 2023

El arte se percibe con la sensibilidad. Por eso es difícil ponerlo en términos objetivos. Misma razón por la que “separar el arte de su artista” resulta todo un debate. Por otro lado, la relación de Medellín con la narco-arquitectura guarda un dilema parecido. ¿Qué hacer con esas obras creadas, interpretadas o anteriormente habitadas por gente desagradable?

Roman Polanski (izq.) y Woody Allen (der.) (Tomada de: Woody Allen Hanging Out With People en Tumblr)
El Oficial y El Espía (2019) de Roman Polanski (Tomada de: IMDb).

En el festival de Venecia del 2019, la directora de cine argentina y presidenta del jurado Lucrecia Martel anunciaba que no asistiría a la presentación de la película El Oficial y el Espía de Roman Polanski (director de cine polaco acusado de violar a una niña de 13 años en 1977).

Tal como recoge el artículo de El País de ese mismo año, Martel declaraba: “«Yo no separo al hombre de la obra. (…) No puedo ponerme por encima de las cuestiones judiciales. Pero sí puedo solidarizarme con la víctima. No voy a asistir a la proyección de gala del señor Polanski porque yo represento a muchas mujeres que en Argentina luchan por cuestiones como esta, y no querría levantarme para aplaudirle. Pero me parece acertado que su película esté en el festival, que haya diálogo y se debatan estos asuntos»” (Koch, 2019).

Si el internet y las redes sociales han facilitado la denuncia de abusos cometidos por famosos, figuras públicas, y en general personajes presentes en la cultura popular, no se puede ignorar el hecho de ser consumidores de algo creado (aunque sea parcialmente) por un maltratador, violador, asesino, racista, homófobo, etc… Es casi imposible no tomar consciencia de estar consumiendo algo creado por alguien que como persona nos resulta desagradable.

“«El conocimiento de que (Woody) Allen se casó con la hermana de sus hijos y de que es acusado de abusar de Dylan Farrow no cambia sus películas; nos cambia a nosotros. Porque algunas de sus tramas antes nos parecían geniales o al menos aceptables y ahora son incómodas»”.¹

Los libros de Bukowski o Lovecraft. Las películas de Woody Allen o Kevin Spacey. Las pinturas de Gauguin. Las canciones de Diomedes Díaz, Michael Jackson o Marylin Manson. Los shows de Stand-Up de Louis C.K. y las hazañas deportivas de Maradona o de O. J. Simpson. Todos estos “productos” artísticos o de entretenimiento no son directamente lo que se cancela, por así decirlo, sino que son sus creadores los que reciben la mayor (y claramente merecida) parte del juicio. Mientras tanto, a sus obras o hazañas se les debe dar (en la opinión de algunos) una protección especial. Un cierto fuero artístico que las mantiene consumibles sin “convertir” a quienes las disfrutan y admiran en simpatizantes del comportamiento de sus intérpretes.

Como contraparte al argumento de Lucrecia Martel, un artículo de La Nación por Fabiana Scherer recoge — entre muchos otros testimonios sobre este debate — las palabras del escritor y ensayista Martín Kohan: “«Lo que una determinada persona pueda parecernos no determina en ningún sentido lo que pueda llegar a parecernos una obra que esa persona ha hecho. Una obra nunca se reduce a la intencionalidad que su autor pudo tener, por suerte, porque, si así fuera, el lugar de los receptores sería más bien pasivo. (…) Tiendo a pensar que los pedidos de censura que a veces se plantean tienen más que ver con tomar represalias en contra de alguien que con una consideración artísticamente significativa. (…) Ahora bien, no me parece menos banal admirar a un artista (no como persona, sino como artista) porque defiende las buenas causas y se atiene a lo políticamente correcto»” (Scherer, 2020).

Esta idea toma por momentos forma de privilegio porque no aplica para el que no pertenece al contexto artístico o, en términos más generales, a la cultura popular. Se hace la separación porque se está hablando de artista y obra. Pero si se cambiaran estos términos por persona y ocupación, difícilmente alguien opine que hay que separar, recordar y valorar las clases tan importantes que dictó cierto profesor de matemáticas aunque fuera despedido por hacer insinuaciones sexuales a sus estudiantes.

«El artista tiene tanta responsabilidad moral como cualquier sujeto racional, ni más ni menos»”.²

Ahora, si ese profesor descubriera un axioma matemático que terminara aportando al progreso científico global o se convirtiera en un escritor que logra de alguna manera revolucionar la literatura, las consideraciones serían muy distintas. Seguramente el hecho de utilizar abiertamente sus descubrimientos o de considerar valiosos sus escritos despertaría opiniones muy contrarias.

Está claro que todo lo anterior es una especulación. Una situación inventada. Pero sirve para llegar a un punto de comparación entre dos categorías que ayudan a revisar este eterno debate. Y son las dos maneras con las que percibimos la información: la sensibilidad y la razón (o el intelecto).

Platón hablaba del “conocimiento sensible (doxa) y el inteligible (episteme)” donde “El mundo sensible es el mundo de la opinión (doxa) y el mundo inteligible el dominio de la Ciencia (episteme)” (Policarpo, 2017). Estas mismas ideas se suelen llamar “conocimiento sensible” y “conocimiento intelectual”.

Tomando esto como base para diferenciar, estaría por un lado lo que afecta (o percibimos con) los sentidos, como el arte. Por ejemplo, la persona que mira una pintura y siente alegría, tristeza o cualquier otra cosa sin saber explicar muy bien por qué, está experimentando cómo sus sentidos son estimulados por un objeto (la pintura) que le produce ciertas sensaciones. Sensaciones que no pasan en ningún momento por la razón ni por el intelecto.

“El arte apela directamente a la sensibilidad, es decir, afecta al sujeto sin que haya una reflexión racional de por medio”.³

Por otro lado, estaría lo que percibimos, ahora sí, mediante el intelecto. Lo que asimilamos usando la inteligencia, la razón y la reflexión. La capacidad por ejemplo de utilizar el lenguaje y sus símbolos para comunicar, explicar, resolver o predecir situaciones.

Siguiendo en la línea de lo anterior, se puede ver una diferenciación entre lo que se asimila a través de los sentidos como una capacidad subjetiva, que se acerca más a una opinión. Y lo que se asimila a través del intelecto como lo contrario: un proceso objetivo que está argumentado y es a prueba de errores. Todo esto sirve para hablar sobre cómo, al experimentar el arte que se percibe mediante la sensibilidad subjetiva, nos resulta casi imposible racionalizarlo. Es decir, nos resulta difícil tener lógicamente claros los argumentos por los que disfrutamos ciertas obras a diferencia de otras que simplemente no nos producen lo mismo.

Todo esto aplica también al dilema de disfrutar (irracionalmente) de algo creado o interpretado por alguien desagradable. Es en parte lo que explica por qué, al percibir mediante la subjetividad de nuestros sentidos nos resulta tan difícil ser objetivos ante, por ejemplo, una pintura de un pedófilo como Gaugin, una canción de un feminicida como Diomedes Díaz o una película de un corruptor de menores y presunto violador como Polanski.

Resulta complicado (no digo imposible) predisponer nuestros sentidos para que asimilen todas esas obras automáticamente como algo desagradable por el hecho de saber de antemano que sus autores son personas justamente desagradables. Es complicado porque no es algo que dependa solamente de la inteligencia, sino de nuevo, de la sensibilidad, que no comparte la misma lógica racional de su contraparte.

Así, el rechazo a estas obras resulta en un ejercicio político más que en uno de asimilación. Como decía Lucrecia Martel en 2019, el rechazo tiene que ver con un ejercicio de solidaridad con las víctimas. Pero para ella la idea tampoco es una censura absoluta del artista acusado o culpable (en este caso Polanski) sino al revés, presentar su película para “«que haya diálogo y se debatan estos asuntos»” (Koch, 2019).

Es interesante también este dilema porque su discusión sobre responsabilidad moral lo acerca a otro debate contemporáneo que a los colombianos nos suena bastante familiar, por no decir demasiado.

Se trata de la relación entre la memoria histórica y el arte. Osea la capacidad de un objeto artístico para evocar y representar materialmente un pasado histórico y unos hechos específicos. Un ejemplo de esto es el dilema que hay en Colombia frente a la narco-arquitectura, o como lo llama el arquitecto e historiador Luis Fernando González, el Nar-decó. A diferencia del debate anterior, en estos casos no es por la imagen del artista que se juzga la obra o lo producido, sino más bien por la del propietario, que al parecer por extensión lo corrompe y lo infecta. En palabras de González:

“Una carga negativa que los hace edificios leprosos, mirados con desconfianza y temor, cuyo uso posterior es difícil por las amenazas reales o latentes”.⁴

Digamos que a raíz de esa carga negativa, las ruinas o edificaciones del Nar-decó (se consideren o no artísticas) se enfrentan al mismo dilema que las obras creadas por esos artistas moralmente cuestionados: la censura/ cancelación que intenta borrarlas o la discusión/ el debate que surgen por su permanencia, exhibición o consumo.

En 2005, el arquitecto Juan Camilo Medina proponía en su tesis de maestría no acabar completamente con esa carga histórica del Nar-decó en Medellín. Sugería en cambio mantener el edificio Dallas (que perteneció a Pablo Escobar) en su “apariencia ruinosa” como “las huellas de un pasado ya aprendido”, pero interviniéndolo a la vez y dotándolo de una nueva o segunda arquitectura con la idea de transformar el mismo símbolo y su significado.

La ironía de ocupar la ruina de manera contrastante puede ser una opción para confrontar y combinar valores divergentes. La imagen negativa en estado de ruinación del reino de la coca y el trabajo continuo de la sociedad en superar dicho flagelo”.⁵

(Tomada de: “Narco-arquitectura Como Patrimonio Cultural: Re-Construcción del edificio Dallas en la ciudad de Medellín - Tesis por Juan Camilo Medina”).

La propuesta incluía mantener visible la “cicatriz” para dejar ver la transformación o el paso hacia esa nueva arquitectura que es también el progreso hacia una nueva época sin necesariamente olvidar o censurar la anterior. De cualquier manera, el edificio Dallas, que ahora es el hotel Viaggio Medellín, solo conservó su vieja estructura y no exhibe hoy ninguna evidencia o “memoria” de lo que alguna vez fue.

Unos años después, mientras Martel ponía el debate sobre la mesa en el Festival de Venecia, nuestro país pasaba otra vez por uno propio en cuanto a memoria histórica y arte. El entonces Alcalde de Medellín, Federico Gutiérrez, tomaba un camino cercano a la censura para afrontar el dilema del polémico edificio Mónaco, que perteneció también a Pablo Escobar. Así, anunciaba y lideraba públicamente su demolición para construir después un parque en conmemoración a las víctimas de la violencia¹⁰. Lo curioso del caso no es la destrucción en sí, sino más bien todas las declaraciones de tono propagandístico que surgieron en los medios para justificarla.

El secretario privado de la Alcaldía hablaba de “«un símbolo de la ilegalidad»” y de una dedicación “«a las víctimas, que son nuestros verdaderos héroes y no a los victimarios»” (Mercado, 2019). El asesor del proceso del hoy ya terminado Parque La Inflexión hablaba de “«una forma de curar una herida social que tiene Medellín hace más de 30 años»” (Mercado, 2019). Y para redondear, Silvia Hoyos, autora del libro Los Días del Dragón: Mi Correspondencia con Pablo Escobar deseaba que “«ojalá con el derribo del Mónaco también se venga al suelo ese sistema de valores»” (Miranda, 2019).

Esa última asociación es clave. Pues estas dos cosas que menciona Hoyos no son causales. Está claro que ella no está diciendo que lo sean, solo menciona que “ojalá” una cosa lograra la otra, pero sabemos que lastimosamente no es así. No por prohibir o censurar algo se logra reducir su consumo o el interés que despierta. Así como prohibir el consumo de drogas no reduce necesariamente su demanda, prohibir u “obstaculizar” el narco-turismo tampoco reduce su atractivo ni el dinero que mueve.

«Se cancela a un autor o a un artista y de ese modo no se problematiza más nada. Es un gesto pueril que pretende expulsar el mal y suponerse a salvo, incluso de ejercerlo»”.⁶

Por ejemplo, la profesora de arquitectura Adriana Cobo es citada en un artículo de la revista Semana donde afirma que: “«Así como la legalización de las drogas supone encarar y regular un problema con una estrategia diferente a la penalización, la inclusión de la estética del narcotráfico [puede ser] una fuente de construcción de la ciudad»” (Gutiérrez, 2016).

Un argumento mucho más frívolo para la demolición del Edifico Mónaco es que sencillamente salía más barato. Así lo explicaba el secretario privado de la Alcaldía en ese entonces: “El parque conmemorativo tuvo un costo total de 12.000 millones de pesos (…) «Esto, versus una cifra de más de 33.000 millones de pesos que sí o sí tendríamos que invertir si queríamos dejar en pie y repotenciado el Edificio Mónaco», indicó Villa” (Mercado, 2019).

Al considerarlo una cuestión principalmente monetaria, encajan las palabras de Santiago Ortega y su artículo en Vice sobre el Nar-decó donde sentencia que: “En esta ciudad la plata vale mucho y el pragmatismo financiero puede con lo que sea. El que seamos emprendedores «echaos pa’lante» tiene tanto de espíritu de aventura como de ambición” (Ortega, 2016).

Por último, para probar que esta técnica de censura no funciona realmente en Medellín, solo hay que ir una tarde al Parque La Inflexión donde quedaba el Edificio Mónaco para ver cómo llegan los buses llenos de turistas. Entre ellos siempre están los guías del recorrido (no todos) que sueltan comentarios de tipo: “Aquí quedaba el edificio que era cuartel general del patrón” mientras pasan por alto todos los elementos en honor a las víctimas de la época y vuelven rápidamente a los buses para seguir con el tour.

  1. Scherer, F. (6 de junio de 2020). ¿Es posible separar la obra del artista? La Nación. https://www.lanacion.com.ar/cultura/es-posible-separar-obra-del-artista-nid2373704/
  2. Ib.
  3. Escobar, A. (2016). El Distanciamiento Brechtiano en las Obras de Michael Haneke. Xihmai, (11)21, PP. 45–64. https://revistas.lasallep.edu.mx/index.php/xihmai/article/view/268/256
  4. González Escobar, L. F. (2011). Arquitectura y narcotráfico en Colombia. Revista Universidad De Antioquia, (304). Recuperado a partir de https://revistas.udea.edu.co/index.php/revistaudea/article/view/9313
  5. Mondragón, H. y Medina, J. C. (19 de enero de 2010). Narco-arquitectura como Patrimonio Cultural: Re-construcción del edificio Dallas en la ciudad de Medellín. ArchDaily Colombia. https://www.archdaily.co/co/02-35644/narco-arquitectura-como-patrimonio-cultural-re-construccion-del-edificio-dallas-en-la-ciudad-de-medellin
  6. Scherer, F. (6 de junio de 2020). ¿Es posible separar la obra del artista? La Nación. https://www.lanacion.com.ar/cultura/es-posible-separar-obra-del-artista-nid2373704/

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Martín Mesa Echavarría

Director Creativo / Redactor. Magíster en Estudios de Cine y Audiovisual Contemporáneos. Investigo y escribo sobre cine.